Puede que la siguiente exposición esté embebida de subjetividad, pero no por ello debemos considerarlo como un relato ficticio.
Sucedió que, estando en el trabajo, tuve la formidable idea de abrochar unos comprobantes.
Revolví cajones, estantes, placares y... ¡La maldita engrampadora no apareció! Ofuscado y agitado me senté para reconsiderar la situación. Tomé fuerzas, respiré hondo y volví esta vez para realizar una requisa exhaustiva y minuciosa por los mismos lugares que había examinado y agregué además sitios absurdos tales como el cesto de la basura, adentro del paquete de la yerba o detrás del inodoro del baño.
Mis compañeros observaron no sólo que la situación iba tornándose incontrolable sino que, por ese momento, ya me había transformado y me reemplazaba una ser completamente descontrolado, alienado, que bociferaba palabras ininteligibles y que hacía ademanes con las manos y creo (no estoy muy seguro) que hasta babeaba.
Obviamente temieron por sus vidas y tomaron la decisión (muy acertada por cierto) de colaborar en la búsqueda.
Ni bien uno de ellos abrió el primer cajón que se le ocurrió, dijo: "Acá está..."
¡No lo podía creer! ¡Lo chequeé varias veces, cómo no voy a ver una puta abrochadora roja!
La tomé entre mis manos y... con toda la rabia del mundo la arrojé contra el piso (la maté). Me dio la sensación (no sé si influyó el estado en el que me encontraba) que previo a tocar el piso, millones de ganchitos 10/50 se eyectaron y se salvaron de semejante tragedia activando unos minúsculos paracaídas. No me alteró en lo más mínimo. Sólo les comenté a mis compadres con voz firme y con un dedo índice levantado:
¡Acá hay un complot de los objetos inanimados!
Los muy sabandijas: ¡Se esconden! ¡Se esconden!