miércoles, octubre 20, 2010

Trademark

Mi padre tiene: “Inteligencia práctica envidiable”.
Es capaz de resolver cualquier situación no sólo
economizando recursos sino en un lapso relativamente
breve de tiempo y de manera racional/funcional.
Cuando niños, mi hermano y yo, siempre quedábamos
asombrados cada vez que el tipo utilizaba sus “poderes”.
Pero... todo esto tenía un costo y debíamos pagar
(de alguna manera) los favores del “titán”.
¿Cómo?
Escuchando una frase lapidaria; un conjunto de palabras
que más que palabras, eran puñaladas al hígado.
Esa frase la pronunciaba mi padre cada vez que se enteraba
del suceso a sub/sanar.
¿Qué decía?
Casi sin establecer contacto visual, vociferaba:
“¡Qué chiquito que me ha salido pelotudo!”
(o la versión en plural, según el caso).
Lamentablemente el tiempo fue pasando y “los hijos del superhéroe”
(o sea nosotros) detectamos que no habíamos heredado
ni cien gramos de pragmatismo.
Ese no fue el peor descubrimiento.
Lo peor fue pisar los treinta y pico de años y darse cuenta
que se ha perdido cada batalla intentando preservar (inútilmente)
la dignidad.
¿Por qué?
Pues bien, paso a contarles:
Suena el teléfono, (mi hermano G):
¿Podés venir a darme una mano?
Tengo un problema con el auto, cerré la puerta
y me dejé la llave adentro.
Yo- Voy para allá (con el pecho henchido, fui pensando
cómo resolver el dilema).
Algunos datos relevantes:
Vehículo color rojo en una pendiente, con el freno de mano puesto y...
¡el motor en marcha!
Yo- ¡No tenés un duplicado! (pregunta muy importante e inteligente).
G- No.
Yo- ¿Y papá? (pregunta más importante que la anterior).
G- No está, por suerte. Hay que apurarse,
en cualquier momento llega.
A ver... intento abrir la puerta, no se puede.
Intento las otras puertas: cerradas.
Intento abrir el capot con el fin de (al menos) apagar el motor
(que estaba tomando bastante temperatura):
resultado desfavorable.
Intento abrir el baúl con el objetivo de introducirme
por detrás de los asientos para conquistar el interior del carro pero...
no es positivo el plan.
Intento bajar los vidrios presionando la palma de mi mano
suavemente y sólo consigo que se mueva unos milímetros el del conductor.
Yo- imposible meter algo ahí, apenas pasa una hoja.
G- También probé...: ¡Llamo a un cerrajero y listo,
pago lo que sea con tal de que no venga papá y...!
Yo- ¡Buenísima idea, dale apurate!
Mi hermano llamó por teléfono al cerrajero.
Volvió con una sonrisa (casi de victoria) entre sus labios y a cambio:
asentí con la cabeza dándole mi total apoyo a la resolución
(no hizo falta que le levantara el pulgar derecho).
Mientras esperábamos al buen hombre, y mientras el zumbido
del auto se había vuelto familiar. Mientras en el resto del mundo llegaban cerrajeros y destrababan las puertas en millones de hogares.
Mientras pasaba eso, llegaba nuestro padre antes que el maldito cerrajero.
Hizo las preguntas de rigor ¿Qué pasó? ¿Y el duplicado?
¿Hace cuánto que está el motor en marcha? etc., etc., etc...
Esperamos la frase como quien espera que le pateen el banquito en el cadalso.
Pero la frase no llegó.
El tipo no pronunció vocablo alguno y comenzó a desplegar todo su potencial.
Intentó lo mismo que nosotros: puertas, capot, baúl... y nada.
Se fue y... trajo un manojo de llaves y las probó una por una.
Era una buena jugada, pero tampoco pasó nada.
Juro que por lo menos yo (estoy seguro que mi hermano también
pero, no está bien comentarlo) deseé que no tuviera éxito
en ninguna de sus ideas.
¡Qué lindo era verlo cómo se le agotaban las alternativas!
Se fue otra vez y... volvió con un pedazo de alambre.
Nuestros rostros cambiaron. Sabíamos que, “el Carly”, algo tramaba.
Bajó el vidrio la misma cantidad de milímetros que habíamos
conseguido bajar.
Metió el alambre, probó llegar hasta el pestillo.
Retiró el alambre. Le hizo un ganchito bastante extraño en la punta.
Lo introdujo de nuevo e intentó embocarle al “cosito ese negro”
para levantarlo y destrabar la puerta.
Se ve que esas pavadas de que si pensás en negativo
pasa esto o aquello. Se ve que eso de pensar en positivo,
eso de ver el vaso “medio lleno”. Se ve que eso:
¡Es una gran estupidez! porque me la pasé
obstruyéndole “el aura” en todo momento ¿Y? ¿Para qué?
El tipo le embocó al pestillo, abrió la puerta, se metió en el auto,
giró la llave, apagó el motor y se fue sin decir palabra alguna.
Chocamos miradas abatidas con mi hermano y...
nunca pero nunca nos hubiéramos imaginado
que podía haber algo más deplorable
que esa frase que tanto temíamos.
Lo colosal, lo realmente asolador había sido que esta vez:
¡el tipo no la había pronunciado!
¡Claro, no hacía falta decirla! porque, sencillamente, la frase ya
se nos había vuelto carne, había calado nuestros huesos
y se había hospedado en lo más profundo de nuestras entrañas.